viernes, 13 de julio de 2012

Día 4: Un sabio consejo. Si va a entrenar no lo haga con la caña.




Mi entrenador me había dicho que iba a tratar de no dejarme muy adolorida. Yo creo que el pobre no dimensionó mi categoría marmotil, porque si bien no quedé destruida al nivel de quedarme en cama si quedé muy adolorida.
¿Sabían ustedes que tenemos músculos en el pecho, la espalda, las piernas y los brazos?
Bueno, parece que mi cuerpo se dio por enterado sólo desde ayer.
Mi día de ayer fue básicamente una seguidilla de patéticos y torpes movimientos. Bajar escaleras, subirme a un auto, rascarme la cabeza, sonarme los mocos toooooodoooo doooliiiiiiiaaaaaa. Mi consuelo era que estaba padeciendo un dolor "bueno" un dolor positivo en mi vida. Una especie de medallita que decía que el primer paso y el más difícil ya había sido dado. El de los ejercicios... cumplir la dieta fue otro tema...
Mi almuerzo fue un italiano con una coca light (ooobvio), 500 calorías al toque. ¿Sentimiento de culpa? Cero.
A la noche salí a cenar con mi pololo, no sin antes pasar 20 minutos tratando de subirme de manera digna a su auto. (no lo logré, por cierto). Fuimos en busca de comida mexicana. Burritos, tortillas integrales, todo bien. El error vendría enmascarado en un bello vaso azul de vidrio soplado: Un tequila margarita. Un sorbito, otro sorbito y la patuda lo mandó de vuelta porque estaba "desabrido" según yo. Me lo trajeron más fuerte y mucho más sabroso. La comida estaba riquísima, la compañía buenísima, la conversación animada y...bah? me la tomé toda?..¡Otra por favor!
El segundo margarita duró menos que un pollo pa' ocho. Y recién ahí me acordé que después del completo no había comido nada más (tengo que comer cada dos horas), pero como me había engullido varios burritos pensé que el tequila no me afectaría.
Ayyyy tequila, tequila. Tan sabroso y traicionero. Mitad elixir mitad pócima borra memoria. 
Daniel me vino a dejar a mi casa. Me acuerdo de un beso en la puerta del edificio, me acuerdo de abrir la puerta del departamento, me acuerdo de mi gato saliendo a recibirme y no me acuerdo de más. En algún momento me puse el pijama, asumo que me lavé los dientes y me acosté. El siguiente recuerdo que tengo es del despertador sonando tempranito. Lo apagué porque ¿pa que me iba a levantar tan temprano? Huelga decir que la luz de mi pieza seguía prendida. Unos minutos después suena el celular. Era mi pololo. En algún minuto de lucidez le había pedido que me llamara temprano porque me tocaba entrenamiento. 
¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!, ME TOCABA ENTRENAMIEEEEENTOOOOOOOOOOOO.
¿Por qué a mi? Adolorida a más no poder y con caña. Esto debía ser una pesadilla. 
Cómo pude me arrastré hasta la cocina y me preparé un cortado. Me lavé la cara un rato largo con agua helada. ¿Me ducho? No alcanzo. Suena el celular de nuevo. Esta vez era mi entrenador. Me pidió que bajara porque el día estaba lindo, ideal para ir al parque a entrenar. ¡Yupiiiiii! Sooooool y deporte, la mezcla favorita de los encañados. Agarré los lentes de sol más grades que pude encontrar, saqué un jugo del refri y bajé refunfuñando.
Cuando llegamos al parque, sin embargo, se me quitó la cara de traste. Me acordé del por qué de todo ésto. De por qué me acompañaba un entrenador y por qué vestía buzo y zapatillas. Así que con la mejor cara me dispuse a ejercitarme. Hice la rutina completita. Adolorida y encañada, pero la hice. Lo más probable es que mañana amanezca peor. Más adolorida que antes, pero también más sana.
Y recuerde: si va a entrenar no lo haga con caña.

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